sábado, abril 14, 2012, 11:05 PM - Comentarios a las Lecturas
DOMINGO 2º DE PASCUA. De la Misericordia. (15 de abril de 2012)1ª Lectura. Hechos 4, 32-35. Todos pensaban y sentían lo mismo.
Salmo 117. Dad gracias al Señor porque es bueno.
2ª Lectura. 1ª Juan, 5,1-6. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo.
Evangelio. Juan 20, 19-31. A los ocho días se les apareció Jesús.
La resurrección del Señor aconteció al día siguiente del sábado, día de descanso querido por Dios desde la creación. La resurrección del Señor suponía un orden nuevo, una creación nueva; así, ese día, se llamó “domingo”, día del Señor, día en el que el Señor resucitado se hace presente en la comunidad fiel. Para los cristianos es “el día en que actuó el Señor”, el principio del día sin ocaso.
Durante toda la semana, en el prefacio I de pascua, hemos repetido “pero más que nunca en este día en que Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado”, y en la plegaria eucarística, en la intercesión por la Iglesia estamos repitiendo: “reunida en el día santísimo de la resurrección de Ntro. Sr. Jesucristo…” En el día de la resurrección comenzó el principio sin fin, porque la muerte ha sido vencida para siempre. Nosotros ya hemos nacido en el tiempo de la resurrección.
Desde aquel día, cada comunidad cristiana, celebra la Eucaristía cada domingo, “anuncia y proclama la muerte y resurrección del Señor” hasta que vuelva; obedece el mandato del Señor, “haced esto en memoria mía”; con el sacramento de la presencia real del Señor se edifica y expresa la Iglesia, al mismo tiempo que se alimenta y fortalece la vida de fe, esperanza y caridad de cada cristiano mientras peregrina por este mundo.
Estamos en una etapa nueva, un tiempo de nueva presencia del Señor entre nosotros. El sepulcro quedó vacío, la resurrección del Señor fue anunciada, los discípulos fuimos hechos mensajeros del Evangelio. Creemos en alguien que vive, camina junto a nosotros y delante de nosotros, podemos estar en relación con El: “dichosos los que creen sin haber visto”.
El evangelio de este domingo, que se lee todos los años el día de la octava de pascua, nos recuerda que, a los ocho días de la primera aparición, estando también Tomás, Jesús se hace presente en medio de la comunidad reunida con las puertas cerradas por miedo a los judíos, y se deja ver y tocar por el apóstol que necesitaba verificar para creer.
Tomás, con su incredulidad, nos representa a todos, ya que todos hemos dicho alguna vez “solo creo lo que veo y lo que toco”, o “hay que ver para creer”. Tomás tocó las llagas, delante de todos; metió su mano en el costado. Ver, tocar, constatar…es lenguaje del testigo. Nadie puede ser testigo si solamente conoce por referencias “me han dicho…” Es necesario ver, conocer en profundidad. Tomás confiesa la divinidad y el señorío de Jesús: “Señor mío y Dios mío”, y nosotros le agradecemos su testimonio. Estas palabras, de admiración y adoración, “Señor mío y Dios mío” las seguimos repitiendo en secreto, en el momento de la elevación en cada eucaristía, como expresión de respeto y amor ante el sacramento de la presencia real de Jesucristo. También agradecemos al evangelista Juan el que nos trasmita los signos que realizó Jesús “para que creyendo, tengamos vida en su nombre”. Los apóstoles vieron, vivieron, tuvieron la experiencia de estar con él después de la resurrección…por eso pudieron ser sus testigos. Nosotros también necesitamos “ver” y “vivir” para poder dar testimonio.
Tomás, a los “ocho días”, en el seno de la comunidad, de la Iglesia, se encontró con el Señor resucitado. No fue suficiente su fe personal, necesitó a la comunidad, a la Iglesia. Hoy todos experimentamos que sin el calor y el respaldo de la comunidad nos resulta difícil mantener la fe en una sociedad y en una cultura tan secularizada, tan deshumanizada, tan cómoda y materialista, tan difícil…donde Dios es el gran ausente. Necesitamos una comunidad que acoja, que acompañe, que viva y celebre, donde se pueda tener experiencia del Señor. Además de la experiencia personal, que da el verdadero conocimiento, necesitamos a la Iglesia.
Hemos fallado en la “transmisión”, no hemos sabido trasmitir la fe, hay vacío religioso y ausencia de Dios en generaciones, ambientes, países. ¿Habrá sido por falta de experiencia personal de Dios, de “haber visto y tocado”…? ¿Nos habrá faltado motivación y valoración…? ¿Confiábamos que lo harían otros…? ¿Nos hemos sentido solos e incapaces…?
En la 2ª lectura hemos escuchado cómo vivía la primera comunidad: oraban juntos, tenían solicitud por los hermanos más necesitados, disfrutaban de recordar la Palabra de Dios para que configurara sus vidas, celebraban presencia del Señor en la fracción del pan. Cuando el Señor está presente hay paz, amor, alegría, se vive el don del perdón, se experimenta un Espíritu nuevo, el de Dios.
Hoy necesitamos convicción para proclamar que el Señor vive. Y si nos falta convicción es porque nuestra fe no es viva y vibrante. Formamos parte de una larga cadena de creyentes en la que muchos hermanos han sacrificado sus vidas para testimoniar a Jesucristo.
Esperemos que el Espíritu de Dios, que mueve la nave de la Iglesia, nos siga asistiendo, para que nunca falten cristianos ejemplares, hombres y mujeres buenos, que desde la fidelidad de sus vidas discretas, sigan haciendo presente a Jesucristo. Que nunca falten testigos del Resucitado.
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