martes, enero 8, 2013, 09:06 AM -
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RETIRO ESPIRITUAL PARROQUIAL. 8 enero 2013
La vida oculta de Jesús y la vida ordinaria de los cristianos, tiempo de gracia y de crecimiento personal.
El evangelio de la infancia en San Mateo termina con la revelación del ángel a San José en Egipto, informándole que ya habían muerto los que atentaban contra la vida del niño en Israel: entonces, José “se levantó, tomó al niño y a su madre y se dirigió a Israel”. Por prudencia, en vez de ir a Judá, donde reinaba Arquelao, hijo de Herodes, “avisado en sueños” se dirigió a Nazaret (Mt 2, 21-23). A continuación, ya comienza el ministerio de Juan el Bautista y aparecerá Jesús, adulto, para ser bautizado por Juan. Treinta años de verdadero silencio.
San Lucas concluye los pasajes de la infancia de Jesús con la presentación del niño en el templo de Jerusalén al octavo día de su nacimiento; “cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía llenándose de saber; y la gracia de Dios lo acompañaba” (Lc 2, 39-40). El niño, en la escuela de su familia, se hacía mayor, aprendía muchas cosas y maduraba humana y religiosamente con la gracia de Dios y el ejemplo y la ayuda de sus padres y paisanos.
En el versículo siguiente ya contemplamos a Jesús de doce años. San Lucas se extiende en el relato: subían al templo de Jerusalén todos los años en la fiesta de pascua; estuvo “perdido” tres días; sus padres, con la mejor intención, confiaron uno en el otro y ambos en el niño. Por fin, lo encontraron el templo entre los doctores. María, como cualquier buena madre, confundida y dolida, dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?”. Jesús estaba sentado, como el Maestro que es, entre los doctores, quienes le escuchaban y le hacían preguntas. La respuesta de Jesús a sus padres es toda una presentación de su persona y de su misión a su familia, a Israel y a los destinatarios del evangelio: “¿No sabíais que tengo que estar (ocuparme) en la casa (de las cosas) de mi Padre?”. Ellos no entendieron. Bajó a Nazaret, siguió bajo su autoridad; su madre lo guardaba todo en su corazón; Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres (Lc. 2, 41-52). Allí seguirá, en su vida oculta, dieciocho años más.
Jesús estuvo treinta años en Nazaret, viviendo con sus padres, trabajando. Para sus paisanos era “el carpintero” y “el hijo del carpintero” (Mc 6, 1-6). Era un trabajador que aprende y hereda el oficio de su padre; que lleva una vida de familia creyente, sencilla, trabajadora, discreta, sin distinguirse del resto de familias de su pueblo.
Ha habido autores que han dicho que el niño estuvo preparándose para la vida apostólica que inició a los treinta años. El pasaje de los doce años, a punto de conseguir el ser adulto en Israel, nos dice que el niño sabía quien era y cuál era su misión. La vida oculta en Nazaret no es un tiempo en función de otro, nos muestra el valor de lo ordinario, del trabajo sencillo y escondido.
En la vida de Jesús todo tiene valor redentor, de salvación; asume las realidades humanas por pequeñas que sean; el valor está en el amor con que se viven importando menos las circunstancias externas que las condicionan.
Toda la vida de Jesús es una revelación divina, sus palabras, sus hechos y su forma de realizarlos, y nos dice que cualquier situación humana es valiosa para Dios; a través de lo pequeño nos santificamos.
Nos quejamos de que somos personas corrientes, con vidas anodinas y rutinarias, que todos los días son iguales. Pues…este planteamiento tiene valor divino, interesa a Dios; Cristo actúa desde lo más humilde y silencioso. Es lo que realmente mueve el mundo. Cualquier sacrificio no conocido tiene valor. O nos encontramos con Jesús en las cosas pequeñas, vividas con discreción o no lo encontraremos nunca. Tenemos que dejar las falsas ilusiones: “cuando tenga dinero, haré mucha caridad; cuando tenga tiempo me ofreceré para ayudar en la parroquia; cuando sea mayor haré mas oración y visitará enfermos; cuando pueda, participaré de la eucaristía algún día entre semana; cuando no tenga pereza, me plantearé la confesión…” A Dios ni se le ponen excusas ni se le ofrecen “sobras” de la vida; hacer el bien, no es una “inversión “por si acaso…Los planes de Dios tenemos que vivirlos en nuestros propios ambientes, en nuestro estado, trabajo, circunstancias…
Inconscientemente le damos importancia a lo brillante, aparatoso, importante…¡Qué difícil nos resulta comprender a un Dios que nace en Belén y muere en la cruz! Según esto, ¿qué valor tiene lo pequeño y escondido? El trabajo bien hecho y acabado, justamente valorado, el orden, la limpieza, la palabra dada, el espíritu de disponibilidad y servicio, la colaboración familiar…El hogar y el trabajo es una escuela, un taller y un hogar.
Los pequeños que hacen bien su trabajo son grandes, ellos y sus obras y son los verdaderos constructores de un mundo más justo y fraterno. En este tiempo de crisis, la buena administración, la generosidad, el olvido de sí y el amor de muchas madres ancianas es lo que realmente sostiene a sus familias. Otros solo piensan en sí mismo y el dinero, tienen su vista pegada al suelo, el trabajo es un castigo.
Dios nos ha creado a cada uno como a alguien único, irrepetible, valioso y amado por sí mismo. Y nos pide convertir cada día lo pequeño en algo grande y trascendente.
La unidad de vida se logra cuando llenamos de grandeza (amor a Dios y a los demás) todo lo pequeño que llena nuestra vida. No hay cosas de poca importancia. Dios nos ha hablado y nos sigue hablando por lo pequeño.
Además, el verdadero crecimiento requiere tiempo: la semilla para dar fruto; el aprendiz, para hacerse maestro; el adolescente, para llegar a ser un fuerte deportista; la persona virtuosa, para curtirse en la santidad. Los crecimientos rápidos, muy propios de quien quiere llegar a la meta sin esfuerzo, siempre son falsos y más que cambiar la vida son una especie de maquillaje que dura poco.
Hemos comenzado un nuevo año. Dios nos da más tiempo para ser santos, para hacer el bien. Tenemos la Palabra, los sacramentos, la oración personal, la caridad…y el altar del cumplimiento de nuestras obligaciones desde donde nos ofrecemos cada día y donde, como ocurre en la eucaristía, tenemos que ser transformados en Cristo.