sábado, mayo 28, 2011, 12:14 AM - Comentarios a las Lecturas
DOMINGO VI DE PASCUA (29 de mayo)1ª Lectura. Hechos de los Apóstoles 8, 5-8. 14-17. Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
Salmo 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
2ª Lectura. De la primera carta del apóstol San Pedro 3, 15-18. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.
Evangelio. Juan 14, 15-21. Yo le pediré al Padre que os de otro Defensor.
Durante el tiempo pascual, el Señor resucitado nos habla mucho del Espíritu Santo que actuará en su nombre y en su lugar, que nos conducirá a la verdad plena, que será nuestro abogado. Su presencia y su tiempo se hará visible de manera especial el día de Pentecostés. “No os dejaré solos…os enviaré…”son palabras de consuelo de Jesús. Hoy nos hablan del Espíritu Santo las tres lecturas.
La primera, del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos cuenta que por Samaria se había extendido la palabra del Señor, que los discípulos habían recibido el bautismo, pero que los apóstoles aún no les habían “impuesto las manos”, que era el gesto por el que trasmitían el don del Espíritu Santo. Este texto ha sido un testimonio de la presencia de la confirmación, como sacramento distinto del bautismo, en el primer tiempo de la vida de la Iglesia.
Nosotros, el día de nuestro bautismo, por la ablución y la crismación, fuimos incorporados a Cristo, ungidos por su Espíritu y hechos templo suyo. Pero en la Iglesia siempre ha habido un segundo momento en el que el cristiano, ha recibido de manera más plena el don del Espíritu Santo, por la crismación en la frente y la imposición de manos. El mismo Jesús, que fue engendrado por obra del Espíritu Santo en la anunciación, le recibió en su bautismo en el Jordán, permaneció en Él y lo ungió como Mesías.
Los bautizados, por medio de la Confirmación, el sacramento en el que recibimos al Espíritu Santo, recibimos una vez para siempre, este don con el que participamos de la unción mesiánica de Cristo y de la gracia de Pentecostés. La constitución sobre la Sagrada Liturgia del concilio Vaticano II, al hablar de la Confirmación, nos enseña que recibimos el don del Espíritu Santo de una manera especial a como le recibimos en el Bautismo y que nos capacita para dar razón de nuestra esperanza y para defender y difundir la fe.
Con este Espíritu podemos orar, esforzarnos y superarnos, dar testimonio, ser cristianos maduros y libres. San Ireneo decía que Cristo y el Espíritu Santo son como las dos manos del Padre.
En la segunda lectura, San Pedro nos dice en la primera de sus cartas, que el Espíritu resucitó a Jesús de entre los muertos, “lo volvió a la vida” y a nosotros, consagrados por este mismo Espíritu, nos exhorta a que “glorifiquemos a Cristo y demos razón de nuestra esperanza a quien nos la pidiera”. Dar razón de nuestra esperanza supone dar testimonio de lo que se cree y de lo que se espera, de todo aquello por lo que se vive y por lo que se muere.
El cristiano ni es un ignorante ni un fanático; es una persona que ha descubierto todo lo que Cristo es, y en Cristo encuentra y espera, y desde esta fe, da razones de sus actos, convicciones, esperanzas…con sencillez y con firmeza.
Jesús, en el Evangelio, nos dice que le va a pedir al Padre que nos de “otro defensor”, el Espíritu Santo, el Paráclito. ¡Qué misión más trascendente! El abogado que, en lugar de Cristo, nos represente, que nos defienda, hable por nosotros, nos aconseje, nos anime…que nos de fuerza para resistir al mal. El Espíritu de la verdad, para que podamos comprender las palabras de Jesús, vivir sus mandamientos, conducirnos a la verdad plena.
El Espíritu Santo solamente lo pueden recibir los que creen en Cristo y lo aman, porque solo ellos lo conocen y lo acogen.
El cristiano necesita crecer en vida interior. Saber encontrarse con el Espíritu del Señor en lo más hondo de sí mismo y en la vida de los demás. Cuidar todo lo que vaya realizando en él esta transformación interior. Somos otra cosa que “militantes de un determinado grupo”.
Este Espíritu es el que consagra cada día el pan y el vino de la Eucaristía, el que nos permite vivir en plenitud nuestra condición de hijos de Dios y el que nos envía a proponer con razones y con la experiencia la fe para que llevemos a otros muchos a Cristo.
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